La poesía en el cine

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"La edad de oro"

martes, 11 de mayo de 2010

La primera muerte de María

A pesar de sus cabellos opacos, de su misteriosa delgadez,
de su tristeza áurea y definitiva como la mía,
yo adoraba a mi esposa,
alta y silenciosa como una columna de humo.

María vivía en un barrio pobre,
cubierto de deslumbrantes y altísimos planetas,
atravesado de silbidos, de extrañas pestilencias
y de perros hambrientos.
Humedecido por las lágrimas de María
todo el barrio se hundía irremediablemente en un rocío tibio.

María besaba los muros de las callejuelas
y toda la ciudad temblaba de un violento amor a Dios.
María era fea, su saliva sagrada.

Las gentes esperaban ansiosas el día en que María,
provista de dos alas blancas,
abandonase la tierra sonriendo a los transeúntes.
Pero los zapatos rotos de María, como dos clavos milenarios,
continuaban fijos en el suelo.
Durante la espera, la muchedumbre escupía la casa,
la melancolía y la pobreza de María.

Hasta que aparecí yo como un caballo sediento y me apoderé de sus senos.
La virgen espantada derramó una botella de leche y un río de perlas sucedió a su tristeza.
María se convirtió en mi esposa.
Algún tiempo más tarde, María caía a tierra envuelta en una llamarada.
Esposo mío -me dijo- un hijo de tu cuerpo devora mi cuerpo.
Te ruego, señor mío, devuélveme mi perfume, mi botella de leche, mi barrio miserable.

Yo le acerqué su botella de leche y le hice beber unos sorbos redentores.
Abrí la ventana y le devolví su perfume adorado, su barrio polvoriento.
Casi enseguida, una criatura de mirada purísima abrió sus ojos ante mí,
mientras María cerraba los suyos
cegados por un planeta de oro: la felicidad.

Yo abracé a mi hijo y caí de rodillas ante el cuerpo santo
de mi esposa: apenas quedaba de él un hato de cabellos negros,
una mano fría sobre la cabeza caliente de mi hijo.
¡María, María -grité- nada de esto es verdad, regresa a
tu barrio oscuro, a tu melancolía, vuelve a tus callejuelas
estrechas, amor mío, a tu misterioso llanto de todos los días!
Pero María no respondía.

La botella de leche yacía solitaria en una esquina,
como en un cono de luz divina.
En la oscuridad circundante, toda la ciudad me reclamaba a mi hijo,
repentinamente henchida de amor a María.
Yo lo confié al abrigo y la protección de algunos bueyes,
cuyo aliento cálido me recordaba el cuerpo tibio y la impenetrable pureza de María.
Jorde Eduardo Eielson

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